Entre ecografías, legrados y más ecografías había pasado el verano de 2012. En ese verano perdimos nuestro quinto embarazo, nuestro soñado viaje a New York y, lo más importante, las ganas de volver a intentar ser padres.
La primera medida que tomamos fue precisamente tomar medidas. Estábamos tan asustados, que no queríamos un nuevo embarazo, así que decidimos mantener relaciones con protección. Que contradictorio, que rabia, que desconcertante...
En septiembre me realizaron una histeroscopia diagnóstica para ver mi útero por dentro. Fue algo molesto, pero soportable. No vieron nada anómalo. Todo estaba correcto.
Mi chico y yo hablamos. Teníamos que tomar decisiones. En este punto del laberinto yo tenía más que claro que estábamos completamente perdidos, pero estaba asumiendo que no encontraríamos la salida. ¿Y tan malo es? ¿Qué pasa si nos hacemos a la idea? Vale que es increíble lo que nos espera al otro lado, pero ¿quién nos asegura que podamos lograrlo? Estábamos exhaustos y nos empezamos a plantear que, estando los dos juntos, podíamos ser felices en aquel laberinto. Dolía la derrota, pero es que la batalla nos estaba despedazando, y no se veía el final de esta guerra.
Llevábamos seis años luchando, cinco embarazos perdidos y mucho sufrimiento. Y si esto pesaba, más pesaba levantar la vista y ver el futuro oscuro, difuso, sin soluciones ni respuestas. No podíamos más.
Mi chico estaba más que dispuesto a dejar de luchar. Por él hacía tiempo que lo hubiera dejado. Por mí estaba al pie del cañón, en las trincheras, dispuesto a comenzar nuevas lides si se lo pedía. Él era feliz sin hijos, era importante, pero, como me decía, no a cualquier precio, no a costa de mi salud, no por encima de todo. Para él por encima de todo estaba yo. Nosotros. Y yo... yo sí podría ser feliz sin hijos, pero sabía que tendría para siempre ese dolor, esa herida abierta que, a la mínima, sangraría y escocería. Quizás con el tiempo se fuera mitigando, pero siempre me acompañaría. Pero poder... podía.
En ese momento lo único que quería era pasar página. Necesitaba avanzar en mi vida. Todos estos años habían transcurrido alrededor del objetivo de ser madre. Ese era el centro y todo lo demás giraba en torno a él. Y había llegado el momento de descentralizar, de comenzar a asimilar que mi miedo a no tener hijos iba a ser una realidad, visualizar mi vida sin hijos, pero con un marido maravilloso, una familia estupenda y todas las ventajas que puede tener tu vida si no tienes hijos.
Y os digo una cosa, si valiente es seguir luchando, más valiente es tomar la decisión de dejarlo. Para eso sí que hace falta valor. Necesitaba desprenderme de la tremenda losa que llevaba a cuestas y que cada vez iba pesando más y más y más... Comprendí que no era rendirse, sino liberarse.